Asumo el riesgo de que algún fanático del nuevo tribunal del laico oficio de la inquisición se equivoque al acusarme de simpatizar con el Procurador o con alguno de sus arcaicos correligionarios preconciliares, pero tengo la convicción íntima de que a este país se le metió el diablo, en presencias multiformes, y el modo eficaz de expulsarlo lo tenemos en las propias manos, a menos de una semana, mediante el voto útil en las elecciones presidenciales.
El diablo le compró el alma a cierta clase política amoral, que negocia los valores capitales de la sociedad, que sacrifica principios y fines, que en función de un pragmatismo vaciado de contenidos éticos es capaz de rematar la soberanía y las instituciones, que tapa los peores errores del mal gobierno y maximiza fallas ajenas pueriles e irrelevantes, que desequilibra las ramas del poder público para entronizar un régimen de componendas vergonzosa, que disimula su incompetencia con la retórica de la descalificación de los contrarios, que manipula conciencias y construye aparatos mediáticos favorables gracias a la obsecuencia de algunos líderes de opinión aduladores y arribistas.
El diablo, llámesele Satanás, Belcebú, Lucifer, o el Mandinga en estas tierras americanas, es un sembrador de cizaña, un disociador, un incordiador de oficio, un propagador del aborrecLlegóimiento a los que no le rindan pleitesía, un miedoso para debatir con aquellos que son capaces de discordar y decirle unas cuantas verdades, un solapado y farsante, un cínico y mentiroso de siete suelas, un tramposo por naturaleza y vocación. El daño que el diablo le ha hecho a esta nación es inconmensurable. Se les ha metido a no pocos políticos y la única forma de sacárselos es el exorcismo colectivo convocado para el domingo que viene, día de la primera ronda de elecciones presidenciales.
Una vieja y gastada clase política debe atribuirle al diablo su descrédito, su descaecimiento, su pérdida acelerada de popularidad, su caída libre en todas las encuestas, su fracaso repetido por seguirles consejos a mercenarios de la propaganda importados como genios de la estrategia y porque ha querido instituir la malicia y la mala fe y la picardía envuelta en astucia y jugadas maestras.
El diablo es el responsable del sectarismo incendiario, de la persecución encarnizada contra los opositores, del lenguaje violento y guerrero que desvirtúa y contradice cualquier apariencia de propósito pacifista, de la potencia estatal intimidatoria contra los débiles y la pusilanimidad con los verdaderos enemigos y los poderosos.
Con mi cuota útil de votante, voy a participar el domingo en el conjuro cívico nacional para expulsar al Mandinga. Como dice el bambuco de Arellano: Hay que sacar al diablo, no hay más que hacer./ Que suenen explosiones de inteligencia/ sobre el herido vientre de mi país.
El diablo le compró el alma a cierta clase política amoral, que negocia los valores capitales de la sociedad, que sacrifica principios y fines, que en función de un pragmatismo vaciado de contenidos éticos es capaz de rematar la soberanía y las instituciones, que tapa los peores errores del mal gobierno y maximiza fallas ajenas pueriles e irrelevantes, que desequilibra las ramas del poder público para entronizar un régimen de componendas vergonzosa, que disimula su incompetencia con la retórica de la descalificación de los contrarios, que manipula conciencias y construye aparatos mediáticos favorables gracias a la obsecuencia de algunos líderes de opinión aduladores y arribistas.
El diablo, llámesele Satanás, Belcebú, Lucifer, o el Mandinga en estas tierras americanas, es un sembrador de cizaña, un disociador, un incordiador de oficio, un propagador del aborrecLlegóimiento a los que no le rindan pleitesía, un miedoso para debatir con aquellos que son capaces de discordar y decirle unas cuantas verdades, un solapado y farsante, un cínico y mentiroso de siete suelas, un tramposo por naturaleza y vocación. El daño que el diablo le ha hecho a esta nación es inconmensurable. Se les ha metido a no pocos políticos y la única forma de sacárselos es el exorcismo colectivo convocado para el domingo que viene, día de la primera ronda de elecciones presidenciales.
Una vieja y gastada clase política debe atribuirle al diablo su descrédito, su descaecimiento, su pérdida acelerada de popularidad, su caída libre en todas las encuestas, su fracaso repetido por seguirles consejos a mercenarios de la propaganda importados como genios de la estrategia y porque ha querido instituir la malicia y la mala fe y la picardía envuelta en astucia y jugadas maestras.
El diablo es el responsable del sectarismo incendiario, de la persecución encarnizada contra los opositores, del lenguaje violento y guerrero que desvirtúa y contradice cualquier apariencia de propósito pacifista, de la potencia estatal intimidatoria contra los débiles y la pusilanimidad con los verdaderos enemigos y los poderosos.
Con mi cuota útil de votante, voy a participar el domingo en el conjuro cívico nacional para expulsar al Mandinga. Como dice el bambuco de Arellano: Hay que sacar al diablo, no hay más que hacer./ Que suenen explosiones de inteligencia/ sobre el herido vientre de mi país.
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